Those boots were made for dancing

Cuando era chica no tenía mucho calzado. Soy una niña de los 90, así que todo zapato que tenía era lo que debía llevar a la escuela: zapatillas negras y con suerte, me compraban unas sandalias lindas y cómodas por si tenía una fiesta. Pero no tenía las zapatillas de Barbie con luces o rueditas como algunas de mis compañeras de curso. Esos eran lujos que mis padres no creían necesarios. El calzado debía ser algo práctico y que durara mucho. Había que cuidarlo. En el 96 se habían puesto de moda los borcegos para niño y les insistí mucho para que me los compraran. Mi mamá se sorprendió. Nunca fui una nena de pedir cosas y mucho menos zapatos. Les dije que me iba a portar bien todo el año si me los compraban. Me vieron tan desesperada que accedieron a comprármelos. Eran unos borcegos color manteca con cordones marroncito claro. Hay una foto mía de ese año que suelo subir a las redes sociales y soy yo bailando en un cumpleañitos con una pollera de jean y mis borcegos nuevos, que eran un encanto. En la foto detrás de mí se puede ver a mis compañeros de colegio hablando con el mago de la fiesta pero yo siempre supe que lo más importante del mundo era bailar y para eso había que lucir unos buenos zapatos.

Los años que siguieron fueron difíciles para mis padres. Mis pies y cuerpo crecieron, ya me había quedado sin zapatos de fiesta y seguía usando mi calzado escolar y alguna que otra guillermina. Un día una vecina le comentó a mi mamá que le quedaba calzado casi nuevo de su hija adolescente que ya le apretaba y había usado muy poco. Unas zapatillas deportivas y unos zapatos de gamuza color café que eran de otro planeta. La vecina copada le preguntó a mi mamá si los quería para mí (recuerdo que tenían taco mediano) pero como yo tenía diez años en su momento, mi mamá dudó y prefirió pensarlo. Lloré un montón para que se los pida, le suplicaba de rodillas, tenía miedo que se lo llevara alguien más. Finalmente la convencí. Recuerdo lo mucho que use esos zapatos gamuzados. Eran verdaderamente incómodos pero me quedaban divinos. Hay una frase que los franceses usan mucho il faut souffrir pour être belle -hay que sufrir para estar bella- y ahí entendí que usar zapatos era sangrar los talones, llevar curitas en la cartera, caerse un par de veces, levantarse y seguir. Los zapatos de gamuza me hicieron madurar y dar cuenta que lo que se lleva en los pies sí importa, que la frutillita del postre de cualquier outfit iban a ser siempre unos buenos zapatos como los míos de gamuza color café. 

Durante mi adolescencia las chicas solían usar las Reebok blancas o las Adidas de tres tiras, pero en el colegio podíamos usar zapatillas negras nada más y como siempre, no iba a poder negociar con mis viejos. Un día caminando con mi papá por el shopping en busca de calzado cómodo le dije que me gustaban las Converse All Star botita azules y me las compró. Al año siguiente conseguí las rojas y después tuve las blancas y las rosas. Las usaba hasta hacerlas trapo. Recuerdo salir a bailar con mis Converse botita que eran mis favoritas. Para el último año de secundaria había incorporado unas John Foos a mi colección y ya para la facultad tenía las Vans old skool y las authentic. Nunca salía de mi casa sin mis Vans. 

Empezar a trabajar a los 18 años me dio una cierta liberación económica: ya no tenía que andar pidiendo plata para comprarme cosas. Fue así como empecé a comprarme zapatos en Viamo o Lady Stork. También me obsesioné con unos stilettos de Paruolo que después de meses de ahorro pude comprar. Mi mejor adquisición fueron unas chatitas aterciopeladas de Le Coq Sportif que me volvían loca. Tenían un taco sutil y me sentía muy a gusto cuando las tenía puestas. Por mucho tiempo, usé chatas para todo. Eran parte de mi vida, de mi cotidianidad, eran una extensión de mi cuerpo.  

Un día, caminando por España y Gorriti en Lomas de Zamora, me crucé con unas zapatillas rosas también Le Coq que rajaban la tierra. Eran deportivas pero elegantes. Justo lo que necesitaba. Nuevamente Le Coq Sportif había vuelto a mi vida. Recordé aquellas chatas de suede que eran tremendamente hermosas y cómodas y fui muy feliz otra vez. Éstas también tenían un terciopelo en la zapatilla. Eran increíbles. Caminar con ellas era como andar descalzo. Algo se rompió en mi después de las zapatillas Le Coq. Fueron un antes y un después. Nunca más pude encontrar algo así de precioso y confortable. 

Los años pasaron y mis esenciales pasaron a ser unos buenos borcegos Timberland, unas zapatillas New Balance para trekking o para viajar, unos mocasines de cuero para trabajar. De vez en cuando me daba gustos más excéntricos o me compraba unas botas lindas de Mishka o Valdez. Hoy en día tengo muchos zapatos y siento culpa por eso. Ya no es lo mismo, ya no se siente el mismo sabor que antes. Se perdió el acto de salir a comprar zapatos, de caminarlos antes de comprarlos. Ahora sé en qué paginas online pedir lo que quiero, qué marcas no me lastiman tanto y creo que ya tengo suficiente. A veces me pregunto qué quedó de las niña soñadora de los borceguíes color manteca que bailaba en aquella fiesta como si no hubiera un mañana. La niña que disfrutaba el momento, que sabía que no necesitaba otra cosa más que la música, las amigas y unos buenos zapatos que mostrar al mundo. 

Se las dejo acá abajo la foto y de paso, la recuerdo un rato. 





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