Nunca confíes en tu peluquero

La primera vez que pisé Salón Bordeaux tenía unos 14 años e iba acompañada de mi mejor amiga. Por años me atendí en esa peluquería. Supongo que empecé a ir porque era una de las más caras de la zona y me gustaba pertenecer a ese club de chicas bien que van a salones costosos. Pero la verdad es que no dejaba de ser una peluquería de zona céntrica de barrio. Recuerdo que en esas épocas se atendía por orden de llegada. Te anunciabas en la entrada y te sentabas en unas mesitas de café a esperar que algunos de los estilistas de turno se desocupara. Después de unas dos horas -como mínimo- le pedías un tipo de corte y te lo cortaban escalonado o rebajado, como se usaba. Todas las adolescentes salíamos de ahí conformes con nuestro peinado pero idénticas cual clones. 

Gaspar fue mi primer peluquero. Su personalidad histriónica llamaba muchísimo la atención. Era un cubano con mucho estilo para vestirse y su acento fascinaba a cualquiera. Parecía saber perfectamente lo que necesitaba para mi pelo y se tomaba ciertas atribuciones conmigo. Una vez, para un casamiento que tenía en Recoleta, le pedí un peinado que había visto en una revista de moda y le llevé el recorte. Me sonrió simpático y no me dijo nada pero terminó haciendo algo completamente diferente a lo pedido. El resultado era tan increíble que no podía ser esa, la del espejo. Sabía convencerme sin mucho esfuerzo y siempre me sentía prolija y moderna. Los meses pasaron y seguía muy conforme con su atención, hasta que un día me confesó que estaba en sus planes abrir su propia peluquería. Sacó de su bolsillo una tarjetita y me la dio con el teléfono del lugar nuevo. Yo quedé estupefacta. A los pocos días dejó Bordeaux atrás. Nunca me animé a visitarlo, tal vez de cobarde o cómoda. Me había costado mucho encontrar un lugar así, que me atendieran bien. ¿O sería sólo Gaspar que me atendía bien? Anyways, me cambiaron de peluquero.   

Después vino Yanina, una estilista un poco más tradicional. Su pelo tenía raíces y era de color rubio medio anaranjado. No me convencía del todo que alguien con el pelo así, tan desteñido y deshidratado, me atendiera el mío. Yani llevaba y traía chismes de la peluquería. Hablaba pestes de su jefa, que era una de las dueñas del lugar, porque decía que era una maltratadora con los empleados. Estella, la jefa en cuestión, se paseaba por los pasillos de la peluquería contestando mal y dando órdenes a los gritos pelados. Ya no importaba quién estuviera ahí, creo que lo hacía con intención de que todos nos sintamos incómodos y que la escucháramos a ella. Podía gritarle a cualquiera y después mirarte con una sonrisa de oreja a oreja. Conmigo fue siempre muy amable porque conocía a mi papá y me ha llegado a hacer descuentos importantes. Yo no preguntaba por qué, simplemente aceptaba los descuentos. Yanina se cansó de ella y también de sus compañeros de trabajo. Decía que eran todos unos chupamedias de Estella y pasado un tiempo abrió su propia peluquería a unas cuadras de ahí. Fui una sola vez y me atendió muy así nomás, sin ganas y no fui nunca más. A veces, si paso cerca de su salón de estética, la veo fumando en la puerta del local pero yo me cruzo de vereda. 

Julia era una antipática pero una excelente colorista. Me daba consejos útiles de cómo cuidarme el pelo, de esos tips que no te olvidas nunca más en la vida pero tampoco los querés compartir. A veces puedo ser muy mezquina con los consejos de belleza y guardarlos para mi sola. Julia sabía tratarme bien el pelo y hacer que los productos me duraran y a la vez era soberbia, tenía una autoestima alta y casi ni hablaba con nadie en la peluquería. Era difícil preguntarle algo porque sabía que se venía el reto justo después de mi inquietud. Jamás la escuché hablar mal del personal de la peluquería. Todo lo que no comentaba, lo decía con su cara, levantando una ceja y haciendo mueca de hambre. Un día, cómo era de esperar, se fue sin decir por qué.Tampoco sabían sus compañeros qué había sido de su vida y nunca más supe de ella.

Después de Julia, seguir visitando esta peluquería no tenía ningún sentido. Los estilistas iban y venían y yo seguía sin saber si era el lugar correcto para mí. Supongo que me quedaba porque no tenía otra alternativa o por el cafecito Nescafé cortado que me hacía Matías, el chico de las piletas. También estaba claro que el haber ido tantos años me había dado ciertos privilegios: Descuentos en cortes, lavados especiales, alisados y productos Alfaparf gratis. Parecía que caminaba la alfombra roja cada vez que entraba a la peluquería, porque así me hacían sentir ellos y porque sabían que me iba a gastar una fortuna ahí adentro. Ni turnos con anticipación tenía que sacar. Mi lugar en esas sillas ya lo tenía ganado.

Una chica nueva apareció en la peluquería. Narella o "Nina" como le decían, se ganó mi corazón de inmediato. Era comprensiva y paciente a mis indecisiones. Si me veía el pelo seco no me decía nada como los otros estilistas, a cambio me ofrecía una solución, algún corte o fortificador de puntas. Siempre me hablaba de sus hijos y cómo los había criado sola (Nina era de mi edad y ya tenía tres) y como todo iba cuesta arriba para ella. Era de Córdoba capital pero vivía en Quilmes y a diario tomaba el tren para venirse a laburar a Lanús. Fue ella la que me recomendó empezar a usar la tintura Inoa para no dañar el pelo tanto “Es hipoalergénica, te lo va a proteger más” y por supuesto, acepté su propuesta. La rutina con ella era siempre la misma: Llegaba, me aplicaba Inoa -el número de tono era un misterio para mí- me lavaban, secaban y Nina me planchaba. Una semana después, me aplicaba un antifrizz que me nutría el pelo. Así fue por un tiempo largo. Estaba muy conforme con la atención de Nina y ella siempre estaba ahí, fiel a sus clientas. A esta altura ya éramos amigas. Le confiaba mucho mi pelo y podía relajarme que todo iba a salir como de costumbre. Lo única cosa que me hacía un poco de ruido era que no me dijeran mi número de tono de Inoa. Eso lo tenía atravesado. No podía entender como no me lo decían. Supongo que lo tenían escondido bajo llave a modo de estratégia, así se aseguraban que volviera a la peluquería a hacerme el color, no lo sé. 

Un día un personaje nuevo apareció en la peluquería, un tal Lolo. Nos hicimos amigos enseguida. Lolo era un aprendiz de peluquería que lo habían puesto con Matias en las piletas para lavar y secar el pelo. Mati le ponía voluntad para explicarle los tipos de lavado y los productos que debía usar pero él no le daba mucha bolilla. Eso a Mati lo enojaba mucho. La gente siempre nos miraba mal a Lolo y a mi porque nos reíamos de todo. Le interesaba el cine y nos gustaba inventar nombres a las viejas conchetas que se engominaban el pelo y se traían el perrito a la peluquería con ellas. Lolo era particular, tenía mucha personalidad, no pasaba desapercibido y además, sabía todo lo que pasaba ahí adentro. Una tarde lluviosa, caminé por la puerta de Bordeaux y como no había mucha gente decidí pasar. Cuando me tocó ir a las piletas, se acercó a saludarme. En un momento bajó el tono de voz y casi sin poder escucharlo me contó que se rumoreaba que iban a haber cambios en la peluquería. Cambios “Grandes” fue la palabra que usó Lolo. Yo me hice la tonta. Le dije que se quedara tranquilo. Y no hablamos nada más. Esa fue la última vez que me lavó el pelo. 

Como era sabido, pasaron cosas. Primero, la pandemia. Y por esa razón, tuve que dejar de ir a la peluquería por meses y después vino mi embarazo. Si pasaba por Bordeaux era solo para saludar a Nina y a los chicos del Staff. Todos venían a tocarme la panza y a felicitarme. Nina insistía que con Inoa iba a estar bien y que me animara a teñirme, pero prefería evitarlo, no había tanta necesidad. Más tarde, mi hija nació y seguí sin poder ir por un tiempo por la lactancia. Hasta que finalmente y después de varios meses, ya estaba lista para volver. Ansiaba verlos y hacerme algo después de largo tiempo sin tocarme el pelo. Cuando llegué, la peluquería tenía otro nombre, otro dueño y otros staff de peluqueros. Entré y vi a Luquitas, el barbero que atiende a los varones, que barría el lugar. Y muy a lo lejos vi a Mati, el chico de las piletas, que le enjuagaba el pelo a una empleada. La música era electrónica, los espejos eran nuevos, los aires acondicionados estaban a pleno pero era la peluquería más vacía que había visto en mi vida. Y por supuesto, Nina había renunciado. 

Lucía tiene mi edad y es madre de dos varones. Uno es un bebito de 9 meses y el otro tiene 7 años. Le conté que durante el primer año de lactancia el pelo se me había debilitado bastante y que no era el mismo de antes. Había perdido brillo y fuerza. Se sintió identificada conmigo y me contó su experiencia. Después de un rato fue a buscar mi ficha, una especie de historial de peluquería y volvió. “¿Qué hacemos hoy, gordi?” Me preguntó. “Color” le dije. Miró la ficha con atención. "Acá dice que te atendías con Narella, ¿Puede ser? y que te aplicabas Inoa…” Se hizo un silencio. En mis oídos se escuchaba a ella masticar chicle y el ruido de los secadores de fondo. Respiré profundo y me toqué la frente como cuando esperaba sentada en el baño de mi casa el resultado del test de embarazo.  

—Inoa tono 5 ¿es así?— ¡Gol! Pensé, pero no lo dije en voz alta. 

—Es así—. Le contesté. 

Ese día me fui de ahí con el color hecho y con la certeza de no pisar ese lugar nunca más. 


Quiero dedicar este relato a todo el staff que me atendió por años con mucho cariño. Y decir que todos los nombres son ficticios para preservar la identidad de cada uno, salvó el de la exjefa, Estella. Ese es su verdadero nombre.


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